La mente del asesino siempre se refugia en justificaciones. La culpa no existe en él. La sangre y el placer son sus motivos, pero, ¿qué pasa cuando el asesino en realidad no lo es?
Las torres de vigilancia de la prisión del pueblo norte emitían destellos rojos en cada una de sus puntas, los guardias caminaban de un lado a otro con el arma preparada para cualquier incidencia, un helicóptero sobrevolaba todo el complejo de seguridad y las patrullas salían y entraban como un modo de vida cotidiano. Las celdas parecían jaulas de algún zoológico, se enfilaban una tras otra a lo largo de corredores de concreto largos y oscuros y parecían ser más calurosos que el infierno. El lugar olía peor que una granja con animales enfermos y detrás de las rejas, nacían gritos de los internos, unos de debilidad, otros de desesperación y la mayoría de protesta por ir a la cama sin un poco de ventilación.